martes, 22 de noviembre de 2016

Rebenta o mar nas rochas.

Fotografía de Loga Trèclau.

Juré escribir sobre un chico acantilado y sólo consigo frases inconexas que no me llevan a ninguna parte, debe de ser que aún tengo la resaca de no llegar a besarle y vivir para siempre con las ganas de saltar al vacío. No me lo tengáis en cuenta, lo mío nunca han sido los comienzos -tampoco los finales-, pero es que escribir el prólogo de cómo me abrí el corazón como si fuese un talud continental no es sencillo. Veréis, yo sólo le pedí que me quitara la ropa y me terminó quitando hasta los miedos, dejándome la nostalgia en bragas frente al espejo. "Era ateo hasta que te vi desnuda", me dijo -el muy cabrón-. A mí, que hubiera puesto la mano en el fuego una y mil veces porque el fin del mundo se encuentra exactamente a la altura de sus pies y que no existe mar más allá del Finisterre de sus labios. 

Conocerle fue como encallar en un puerto sin tener idea alguna de hacer nudos marineros (que a mí eso de ‘nudo de mariposa’ me sonaba a lo que le sucedía a mi garganta cada vez que él sonreía). Me sentí como un náufrago que ve por primera vez a una sirena, o como una sirena que ve a su faro de Alejandría. Tropezando, encontré una caracola que gemía su nombre como una guitarra muda, exactamente como hacía yo cuando el relente de su lengua atracaba en el istmo del final de mi espalda. El allende se nos quedó corto para tanta salitre, pasando a convertirse en una baja mar que me alejaba del estuadero de mi pecho viento en popa; capitán.

Me pinté los ojos como si fuera a mirar a través de ellos en los límites del litoral, creyéndome Artemisa, pero incapaz de no convertirme en eclipse cada vez que me tocan sus manos. Mejor ni os cuento la cantidad de epítetos subjetivos que podría formar sólo con recordarlas. Pisé millones de recuerdos disfrazados de conchas antes de atreverme a rozar el agua, antes de sumergirme en una pecera de la que ya nunca querría volver a escapar. Dijo "y tú, chica, (me) das vértigo" justo en el momento en el que yo me tiraba en picado desde el escarpado de sus clavículas con destino a una zona pelágica que, en realidad, poco tenía que ver con una pleamar.

Convertí las cicatrices de sus besos en mi cuaderno de bitácora para no perderme en la locura como los marineros de Ulises. El seno de la ola me terminó de engullir sin preguntar primero si me dirigía destino a sotavento, o si por el contrario, lo que quedaba en el remolino en el que se había convertido mi vida quería ir como una vorágine de vientos alisios camino de barlovento. No me habléis de emersiones abisales cuando fui yo la que construyó un arrecife alrededor de su tórax para que no se le desarmase el corazón entre tanta ola. Luché contra krakens, serpientes marinas, medusas, hidras e, incluso, contra el mismísimo Leviatán, y ninguno de ellos me dio tanto miedo como el abismo de sus ojos la primera vez que me vio llorar. Me abrazó como tiempo antes habían hecho nereidas y oceánidas, incapaces de hacerme dejar de desear el Midgar, deshaciendo todo el frío y la profundidad.

La alta mar se me antojó pequeña si tenemos en consideración la cadencia de sus versos. Pero de qué voy a hablaros yo de lírica, musas y plectros, si no sé ni de nada, ni de todo siquiera la mitad.

Que, para justicia poética, él, el mar y sus acantilados.


Fotografía de Loga Trèclau.

Este relato es el prólogo de la antología Havsströmmar creada a 33 voces y pensada por Meren Plath y una servidora. La antología completa puede ser leída aquí.

sábado, 16 de abril de 2016

Mi vida, mi mar.

No podría definir mi vida sin definir el mar, un mar que comienza en calma y termina bravío, un mar lleno de claros que se convierten en nubes cuando tú faltas. Nunca me han gustado las tormentas excepto el día que me convertiste en nube y lluvia en un cabrilleo incesante de besos, llenos de espuma de querernos demasiado. A día de hoy me sigo preguntando si se nos rompió el amor de tanto usarlo o de dejarlo sólo para los días de guardar. Aún no me hago a que ya no estemos allí, a que no tengamos que salir corriendo porque empiece a llover, a pasar horas esperando trenes sin parar de reír, a sentirme más en casa que nunca; pero el mar se quedó huérfano y yo me quedé sin ti. (Al menos, nos teníamos el uno al otro). La marejada se volvió rizada, al igual que mi pelo sin tus manos, buscándote en todos los resquicios de la arena, mientras el océano gritaba que él sólo quería seguir durmiendo sobre tus pestañas, que, por favor, no nos abandonaras. Me senté en la orilla, permitiendo a las olas mojar mi corazón con agua fría y sal, justo como se hace con las heridas para que curen rápido -qué pena que no fuera tequila, o ginebra y ron, o vodka y aguardiente-; confesé mis miedos en voz alta, pero no dejaron de asustarme; tejí una red para salvar los restos que quedaron de mí misma tras un naufragio hecho de silencios y mentiras. Con eso me fui, desnuda de alma para arriba y los ojos llenos de nostalgia. Comencé a andar como un peregrino en busca de su perdón, con la penitencia en las comisuras de los labios y una cruz en la espalda; a perderme en otras playas, a no volver a visitar mi propio mar excepto para ahogar las lágrimas y dejar barcos de papel en botellines de cerveza, (por si algún náufrago me encontraba y me ayudaba a volver); a leer a Baudelaire para manifestar una revolución en mi vida, a coserme las verdaderas flores en las mejillas para mantener viva la esperanza de una primavera que pudiera reparar un noviembre hecho pedazos; a pintarme como hacía Courbet, con ojeras, pincel plano y espátula, exactamente como en mi cuadro favorito, exactamente como en La Vague. Ahí fue cuando comenzaron las verdaderas tempestades, las grandes olas chocando contra las rocas rompientes -esas que algunos llaman malamente coraza-, las dudas dejaron de ser puerto y pasaron a convertirse en un abismal allende allí donde habían existido certezas, justo en mi clavícula izquierda, al norte de tu lunar favorito, al sur de mi nudo en la garganta. Intenté levantar los pies del suelo, convertirme en un vuelo migratorio, en una bandada de gaviotas que saben que no volverás pero ya no te echan de menos; no te diré que lo conseguí, porque no es cierto, pero el talud continental que existía en mi pecho fue uniendo sus fallas con puntos de sutura hasta dejarme la cicatriz más bonita que me ha hecho la vida, la de quererme tanto a mí misma como para querer trocarme en bahía algún día. Me quedé dormida en una abarrotada pleamar, con viento de cara y sin llegar del todo a la costa, pero, ¿sabes qué? No me importó, porque tú, querido mar, siempre serás eterno, por lo menos, para mí.

La vague, Gustave Courbet (1819-1877).
Este relato está presente en la antología Letras sobre lienzo organizada por Srta. While y YaizaArts. Podéis leerla completa aquí y podéis escuchar el relato en mi canal de YouTube aquí.



jueves, 14 de enero de 2016

Leche fría y dos de azúcar.

Hoy te he visto a través del cristal de una cafetería. Te he visto y no he podido evitar quedarme parado y mirarte. Mirarte como quien ve un vaso de agua cuando tiene sed, como un náufrago que avista isla, como un niño en la puerta de una tienda de golosinas. "Se mira pero no se toca", como diría mi madre.
Llevabas una coleta alta y un vestido burdeos, a juego con tus labios. Unos mechones se te habían escapado por detrás de la oreja y te rozaban el cuello, como si quisieran besarte y hacerte cosquillas justo después de hacer el amor. Tenías las piernas cruzadas sobre la butaca y el brazo apoyado en la barra. Había dos tazas de café, me pregunto si la tuya seguía llevando "leche fría y dos de azúcar". Me pregunto si le sigues dando seis vueltas en el sentido de las agujas del reloj y dos en el contrario. Me pregunto si sigues poniendo las manos en la taza para sentir el calor aunque tú siempre tengas las manos calientes.
Hoy te he visto sonreír, de esa manera que a mí me gustaba y a ti te avergonzaba: con toda la boca, con los ojos, con todo tu cuerpo. Estabas tan guapa, tan pequeña, tan mujer... Me ha recordado a aquella vez que corriste descalza por la playa y hacía un frío de mil demonios pero tú querías ver el mar y mojarte los pies. Me ha recordado a aquella vez que... me ha recordado a todas las veces que estabas junto a mí y sonreías, sólo porque sí, sólo porque eras feliz, sólo porque te sentías bien. Joder.
Tu mano izquierda descansaba junto a la taza -con tu carmín grabado, claro, hay cosas que no las cambian ni los años ni los daños- mientras que con la derecha empujabas al chico de enfrente, absorto en tus palabras, acechando los acentos de tus labios. ¿Quién no lo estaría si es poesía lo que sale de entre tus dientes? ¿Quién no lo estaría si tu lengua es la bailarina de mi caja de música preferida? 


Hoy te he visto a través del cristal de una cafetería y te he recordado, sin embargo, tú parecías ya haberme olvidado.